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VICTOR SALAZAR RUIZ

El cerebro corrupto
"El hombre es corrupto por naturaleza:
piensa primero en el bien propio y luego considera reglas morales y sociales; sus castigos y sus percepciones"

La corrupción podría definirse, en un sentido social, como una creencia compartida, expandida y tolerada de que el uso de la función pública es para el beneficio de uno mismo, de la propia familia y de amigos. Pero no es una novedad de estos tiempos. Como bien describe el World Development Report de 2015, la corrupción ha sido la norma social por defecto en la mayor parte de la historia. El principio de que todas las personas son iguales ante la ley ha surgido progresivamente en la historia y en muchos países es todavía una tarea pendiente. La corrupción no es exclusiva de la especie humana (se han evidenciado conductas corruptas en chimpancés, abejas y hormigas). Entre los seres humanos, tampoco es exclusiva del poder político (aunque la hay) ni de los empresarios prebendarios (aunque los hay) sino también de la sociedad que a su medida, la ejerce o, al menos, tolera.
El tema de la corrupción se ha estudiado desde la sociología y las ciencias políticas, desde la historia y el derecho. Pero es importante tener en cuenta que un comportamiento humano puede tener causas al mismo tiempo biológicas, psicológicas, culturales y sociales, las cuales
interactúan para influir y no son necesariamente disyuntivas. En 2014, la revista científica Frontiers in Behavioral Neuroscience publicó el resultado de un experimento en el cual se midió la conductancia de la piel, que es una medida de variación emocional general, al ofrecer un soborno, recibirlo o esperar para ver si se había descubierto el hecho de corrupción en el que se estaba implicado. Se simuló una subasta y se les daba a las personas la posibilidad de sobornar al subastador para obtener beneficios. Las primeras veces, podían sobornar libremente pero, luego, el perdedor podía exigir inspeccionar la operación. Entre los resultados se encontró que tanto subastadores como sobornadores eran menos corruptos cuando sabían que podían ser observados. Además, la actividad electrodérmica aumentó cuando la persona
decidió de forma positiva, honesta y prosocial. La mirada del otro (o la posible mirada del otro) es la que sanciona el oportunismo.
Es también la que genera en los participantes de la experiencia el miedo a ser descubiertos y la ansiedad. Por supuesto que existe otra mirada del otro posible: una mirada cómplice o complaciente, de una persona o de la sociedad que justifica la acción. Si no hay sanción social, se pierde el mecanismo de premios y castigos, se naturaliza el delito. Mediante el estudio de nuestro comportamiento evolutivo y la resolución de dilemas morales, se observó que, sin importar cultura, edad, clase social o religión, el hombre es corrupto por naturaleza: piensa primero en el bien propio y luego considera reglas morales y sociales; sus castigos y sus percepciones. No realizar actos de corrupción implica una actitud prosocial frente a una actitud exclusivamente en pos del bien individual. La ley y la mirada social influyen
positivamente en nuestra conducta.
La corrupción es una condición ya que, si bien es una decisión individual cometer actos de este tipo, en realidad no se trata solo de una conducta singular desviada. En otras palabras, no hay seres humanos corruptos sino una sociedad corrupta en la cual los seres humanos (dispuestos a la corrupción) actúan. En un estudio que realizó el investigador Dan Ariely, se observó que un pequeño soborno puede tomar una influencia dramática en el comportamiento moral de un individuo. En este experimento, los participantes que recibieron un pequeño soborno pasaron luego a engañar y robar en tareas posteriores. Ese hallazgo podría tener consecuencias importantes para la comprensión de las normas sociales que conducen a la corrupción generalizada en los gobiernos, las instituciones o la sociedad. Todos los países tienen corrupción y seres humanos corruptos. La diferencia, en parte, radica en cuán tolerada es la corrupción en esa sociedad. Entrevistas cualitativas realizadas a expertos en corrupción y en distintas áreas (política, comercio exterior, industria farmacéutica y de la construcción, y el deporte), pueden arrojar una tendencia común de las organizaciones corruptas. Esto hicieron dos psicólogos y concluyeron en que las organizaciones corruptas se suelen autopercibir como en medio de una guerra que los hace mantener la actitud de que los fines justifican los medios. Esto tiene implicaciones en los valores generales de la organización: racionalizar la falta de ética y castigar a los que no son corruptos. Pero no, esta “guerra” es solo una coartada del corrupto.
El informe Mente, Sociedad y Conducta elaborado por el Banco Mundial menciona que en países adonde la corrupción es una norma aceptada y no hay castigo ni sanción social para esta conducta, se puede llegar al extremo de que parte de la sociedad no respete e incluso se burle del funcionario honesto. A su vez, muchas de esas personas, que en forma privada critican la corrupción, no se rebelan contra el sistema para no ser aislados y tildados como
“diferentes”. Hay situaciones adonde incluso policías fueron castigados (por sus colegas y por su entorno social) por no aceptar sobornos, ser honestos y violar la norma establecida. En ese mismo informe se describe cómo personas de países con alto índice de corrupción que tienen inmunidad diplomática en Nueva York, y por esta situación no deben pagar por multas de tránsito, tienen más infracciones que diplomáticos que provienen de países con menor índice. Esto aporta evidencia a la idea de que la corrupción, en parte, es influenciada por normas sociales internalizadas.
Se han hecho diversos experimentos para mostrar bajo qué circunstancias las personas se muestran mejor predispuestas a actuar en beneficio del bien común (como, por ejemplo,
cuando pagan los impuestos) y bajo qué circunstancias actúan de modo más egoísta. Un tipo de tarea experimental que se usa es el “juego de los bienes públicos”. Un ejemplo de este juego sería que personas en un grupo reciban 100 euros cada uno y pueden decidir cuánto quieren poner secretamente en un pozo común que será duplicado por el administrador. Es decir, si hay diez jugadores y todos ponen 100, el total será 1,000, se duplicará (2,000) y cada uno recibirá 200. Sin embargo, si una persona no pone nada al pozo común y el resto pone sus 100, esta persona recibirá más dinero (sus 100 originales sumado a la repartición del doble de lo que puso el resto). Cuando se juega más de una ronda, los jugadores empiezan a ver que no todos están poniendo lo que podrían poner y se están beneficiando a costa del resto (ya que la repartición final podría ser mayor). Por lo tanto, ellos mismos dejan de aportar tanto.
El resultado es que la actitud egoísta de pocos contagia a los que originalmente más
cooperaban. La cooperación se suele dar cuando las personas sienten que si ayudan, van a recibir algo a cambio, aunque sea en un futuro lejano (concepto clave para el pago de impuestos en relación con los beneficios en salud, educación, seguridad, etc.). También se da cuando las personas se sienten observadas. Esto sucede hasta con una foto de unos ojos, que en una plaza muestran aumentar la cantidad de recolección de desechos de los perros; en una oficina, hace aumentar la cantidad de donaciones para el café de todos; en un laboratorio; reduce la cantidad de acciones tramposas. Nuestro cerebro responde automáticamente a la mirada del otro, sea real o artificial, producto de la evolución. Que nos reconozcan por una actitud altruista nos hace sentir bien a nosotros, pero también trae beneficios a todos.
La corrupción no es un detalle ni una desviación que solo impacta en la moral social. También en la vida de las personas. En un comentario de la prestigiosa revista científica Nature en 2011, se publicaron estadísticas que calculaban que el 83% de todas las muertes como resultado de derrumbes de edificios durante los últimos treinta años ocurrieron en países que padecen, según los indicadores, los sistemas más corruptos. Todo esto no es inevitable ni los seres humanos somos así fatalmente. Pero sin castigo, ejemplos y sanción social la corrupción puede convertirse en norma establecida. No hay excusas ni tiempos que la apañen. Debemos estar convencidos y convencer porque la corrupción también es un crimen.
Articulo Num. 2
“¿Qué es la verdad?”
Lo cuenta el Evangelio de San Juan. Jesús, ante Pilato, afirma que su Reino no es de este mundo. El pretor le dice: «Entonces, ¿tú eres Rey?» Y Jesús responde: «Sí; soy Rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz». Y, entonces, Pilato pregunta: «¿Qué es la verdad?» Pero no espera la respuesta. En otro momento de su vida, Jesús había afirmado que Él era la Verdad. Por lo tanto, no que la conociera o anunciara, o que sólo diera testimonio de ella, sino que la era. «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Si esto es cierto, entonces, Pilato tenía ante sí la respuesta a su pregunta. Y la Verdad, sólo unas horas después, colgaba en una cruz.
En realidad, no hay pregunta más urgente y radical que la que hace Pilato, el buen escéptico, bastante cobarde, que no encontraba mal alguno en el hombre cuya condena le pedían y al que acabó por entregar. El hombre no puede vivir sin la verdad. Es, en este sentido, el «animal verdadero». O se está en la verdad (¡qué profundo sentido encierra esta expresión: «estar en la verdad»!; la verdad no se tiene o posee, sino que es ella la que nos tiene y sostiene), o se cree estar en ella, o se la busca. No hay más alternativas. Y la verdad, como nos enseña la filosofía, no es sino el Ser y su sentido. No hay verdad sin aclaración del sentido y finalidad de la vida humana. Todo lo grande que el hombre emprende es una exigencia de la verdad o de su búsqueda: el arte, la ciencia, la filosofía y la religión. También el arte (el verdadero y sublime, no sus sucedáneos, como la artesanía del entretenimiento) tiene como tarea la verdad de la vida, es decir, la vida verdadera. Y la ciencia busca las verdades de su propio ámbito mundano y con arreglo a sus métodos propios. Y la filosofía persigue la verdad absoluta a través de la razón. Y la religión, las verdades sobrenaturales reveladas. Y todas ellas son compatibles porque las verdades no pueden contradecirse ni ser incompatibles entre sí. El error procede más bien de que cada una de ellas pretenda negar la validez de los otros ámbitos de verdad. Pero, en su más profundo y radical sentido, la Verdad es el Ser.
Nada es tan absurdo como esa extraña pretensión de que la verdad somete o esclaviza al hombre arrebatándole su libertad. Lo que destruye la libertad es el error. ¿Es que somos acaso menos libres cuando tomamos una decisión en función de elementos verdaderos que cuando lo hacemos bajo presupuestos falsos? En realidad, muchos defensores del escepticismo y del relativismo lo son en gran medida por soberbia o resentimiento. No pueden soportar que haya una verdad por encima del criterio humano. Como si sólo pudiera ser libre un ser que determinara arbitrariamente el contenido de la verdad. Como si la ignorancia y el error pudieran ser liberadores.
La verdad, la más profunda y radical, es sencilla. Está siempre a la mano. Lo extraño es que los hombres le vuelvan la espalda con tanta frecuencia. Acaso la explicación sea también sencilla. En realidad, la verdad no es ajena a la forma de vida. Las verdades inferiores, las que afectan a escalas más bajas de la jerarquía de los asuntos, son asequibles casi para cualquiera por igual. Pero las verdades más elevadas sólo pueden ser conocidas directa y plenamente por quienes viven una vida elevada. Hay verdades a las que sólo es posible llegar a través de una vida buena. Se suprime

así o, al menos, se atenúa la paradoja que muchos perciben entre la alta calidad de algunas obras humanas y la ínfima de las vidas de quienes las crearon. Un hombre mediocre o inmoral puede descubrir una verdad científica, o crear una obra artística excelente, o idear una certera tesis filosófica. Con frecuencia, nos perturba la baja calidad moral de algunos grandes pensadores y artistas. No es necesario citar casos. En realidad, esas grandes obras nunca son la consecuencia de los errores de sus autores, sino más bien algo así como pepitas de oro entre el fango. Por lo demás, las bondades de sus obras pertenecen siempre a ámbitos ajenos a aquel en el que manifiestan sus miserias. O las obras no son tan sublimes, o sus creadores no son tan mezquinos. Una mala persona puede enunciar o expresar una gran verdad moral, pero no puede descubrirla o llegar a conocerla por sí misma. Sólo mediante la forma de vida correcta se revelan las verdades morales, y sólo quienes viven la vida del espíritu pueden llegar a conocer y descubrir las verdades espirituales. Ninguna obra puede ser superior a su creador. Nadie puede dar lo que no tiene. Hay verdades que sólo pueden ser descubiertas mediante la vivencia de la vida verdadera. Esta es acaso la razón por la que la expresión de las verdades resulta, en general, incomprendida por la mayoría de los hombres actuales. Todo el problema consiste en acertar con el destinatario de la eterna pregunta: ¿qué es la verdad? 

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